«…Desiderio Longotoma es el hombre más distraído de esta ciudad. Se vio obligado a enviar a todos los periódicos el siguiente aviso:
Ayer, entre las 4 y 5 de la tarde, en el sector comprendido al N por la calle de los Perales, al S por el Tajamar, al E por la calle del Rey y al O por la del Macetero Blanco, perdí mis mejores ideas y mis más puras intenciones, es decir, mi personalidad de hombre. Daré magnífica gratificación a quien la encuentre y la traiga a mi domicilio, Calle de la Nevada, 101.
El mismo día recorrí el sector indicado. Tras larga búsqueda encontré en un tarro de basuras un molar de vaca. No duré un instante. Lo cogí y me encaminé al 101 de la Nevada.
Once personas hacían cola frente a la puerta de Desiderio Longotoma. Cada una tenía algo en las manos y abrigaba la certeza que ello era la personalidad humana perdida la víspera.
La primera tenía: un frasquito lleno de arena;
la segunda: un lagarto vivo;
la tercera: un viejo paraguas de cacha de marfil;
la cuarta: un par de criadillas crudas;
la quinta: una flor;
la sexta: una barba postiza;
la séptima: un microscopio;
la octaba: una pluma de gallineta;
la novena: una copa de perfumes;
la décima: una mariposa;
la undécima; su propio hijo.
El criado de Desiderio Longotoma nos hizo pasar uno a uno.
Desiderio Longotoma estaba de pie al fondo de su salón. Siempre igual, risueño, grueso, con sus bigotitos negros, afable, tranquilo.
Aceptó todo cuanto se le llevó. Distribuyó generoso las gratificaciones ofrecidas.
A la primera le dio: un cortaplumas;
a la segunda: dos cigarros puros;
a la tercera: un cascabel;
a la cuarta: una esponja de caucho;
a la quinta: un lince embalsamado;
a la sexta: una tira de terciopelo azul;
a la séptima; un par de huevos al plato;
a la octaba: un pequeño reloj;
a la novena: una trampa para conejos;
a la décima: un llavero;
a la undécima: una libra de azúcar;
a mí: una corbata gris.
Tres días más tarde visité a Deciderio Longotoma. Quería, en su presencia, instruirme sobre varios puntos que no es del caso mencionar aquí.
Desiderio Longotoma estaba en cama. Sobre la cabecera había colocado, en una red de alambre que avanzaba hasta la mitad del lecho, las doce creencias de nosotros doce sobre su personalidad perdida.
Bajo el total, Desiderio Longotoma meditaba…»
(1937 – Diez)