Semeja desde lejos,
sobre el árbol desnudo,
al fulgor de los últimos reflejos
de un sol de otoño, un nudo
sobre un gancho golpeado
por la lluvia y el viento,
o algún viejo nidal abandonado
al borde del camino polvoriento.
Con la cabeza hundida
en el plumón que le recubre el pecho,
velada la encendida
pupila por la luz deslumbradora
del áureo sol, que en su calor lo baña,
él sueña con la sombra bienhechora
que el imperio le da de la montaña.
Y cuando los cantores de la selva
que hostiles le rodean,
confiados en la noche de sus ojos,
lo acosan y golpean,
dando suelta al turbión de sus enojos
que tanto ha contenido,
en señal de amenaza y de protesta,
arroja al aire un lúgubre graznido
ante el cual enmudece la floresta.
Al oírlo, descienden de la altura
zorzales y jilgueros,
medrosos a esconderse en la espesura.
Y aquel grito estridente se prolonga
áspero, como el ruido de un cuchillo
que resbala en la roca en que se asienta,
resuena en la quebrada y amedrenta
a la esquiva paloma campesina
y al rústico sencillo
que en el sombrío robledal camina.
Cuando el último rayo
las copas de los árboles enciende
y sobre la alegría del paisaje,
como un callado y misterioso oleaje,
la sombra toda su tristeza extiende,
el nictálope siente que sus bríos
despiertan al efluvio de la noche.
La banda de las aves se apresura
a buscar su reposo
en el hondo rincón de la espesura.
Y al sentir el silencio majestuoso
que, en un abrazo de quietud, envuelve
la vida entera de la selva oscura,
el búho solitario abre los ojos:
el dardo de la luz abrasadora
del claro sol de otoño
ya no le hiere la pupila ahora.
Y clavando las garras formidables
en la dura corteza
del gancho en que se apoya,
extiende la cabeza
hacia la negra soledad del suelo
y en busca de su reino, que le espera,
como un buitre nocturno, tiende al vuelo.
Despertando a los tímidos cantores
ocultos en las frondas
y poblando la selva de rumores,
como un soplo genial sobre las turbas,
va su ala misteriosa,
trazando al paso gigantescas curvas,
a través de la selva silenciosa.
El solo es el vidente
en medio de la noche en la montaña;
y mientras todos duermen sumergidos
en las sombras tranquilas,
él camina alumbrado por la extraña
y dulce claridad de sus pupilas.
Posado en el ramaje,
sus dos ojos parecen las verdosas
pupilas temblorosas
de algún puma en acecho entre el boscaje,
y al emprender el vuelo,
semejan dos luciérnagas unidas
que en busca de su ruta
van cruzando atrevidas
la negra soledad del Nahuelbuta.
La selva lo conoce:
cuando sienten, al roce
de su vuelo, caer las hojas viejas
de lo alto del follaje,
aúllan temerosas las vulpejas
y los pumas erizan su pelaje.
Al entrar la primera
mirada de la aurora en la espesura
el buitre de la noche se apresura
a buscar el refugio que le espera;
y con su vuelo incierto,
tropezando en los troncos, atraviesa
por el bosque despierto.
Y cuando el sol derrama
por sobre la montaña agradecida
los ardientes efluvios de su llama,
el ave, la cabeza recogida
en su blanco plumón, sobre una rama
tiritando nerviosa, se estremece
en su baño de luz, y en la risueña
y bulliciosa selva, como antes
con el silencio y con la sombra sueña.
(1908 – Canciones de Arauco)