El búho, de Samuel Lillo

Semeja desde lejos,

sobre el árbol desnudo,

al fulgor de los últimos reflejos

de un sol de otoño, un nudo

sobre un gancho golpeado

por la lluvia y el viento,

o algún viejo nidal abandonado

al borde del camino polvoriento.

Con la cabeza hundida

en el plumón que le recubre el pecho,

velada la encendida

pupila por la luz deslumbradora

del áureo sol, que en su calor lo baña,

él sueña con la sombra bienhechora

que el imperio le da de la montaña.

Y cuando los cantores de la selva

que hostiles le rodean,

confiados en la noche de sus ojos,

lo acosan y golpean,

dando suelta al turbión de sus enojos

que tanto ha contenido,

en señal de amenaza y de protesta,

arroja al aire un lúgubre graznido

ante el cual enmudece la floresta.

Al oírlo, descienden de la altura

zorzales y jilgueros,

medrosos a esconderse en la espesura.

Y aquel grito estridente se prolonga

áspero, como el ruido de un cuchillo

que resbala en la roca en que se asienta,

resuena en la quebrada y amedrenta

a la esquiva paloma campesina

y al rústico sencillo

que en el sombrío robledal camina.

Cuando el último rayo

las copas de los árboles enciende

y sobre la alegría del paisaje,

como un callado y misterioso oleaje,

la sombra toda su tristeza extiende,

el nictálope siente que sus bríos

despiertan al efluvio de la noche.

La banda de las aves se apresura

a buscar su reposo

en el hondo rincón de la espesura.

Y al sentir el silencio majestuoso

que, en un abrazo de quietud, envuelve

la vida entera de la selva oscura,

el búho solitario abre los ojos:

el dardo de la luz abrasadora

del claro sol de otoño

ya no le hiere la pupila ahora.

Y clavando las garras formidables

en la dura corteza

del gancho en que se apoya,

extiende la cabeza

hacia la negra soledad del suelo

y en busca de su reino, que le espera,

como un buitre nocturno, tiende al vuelo.

Despertando a los tímidos cantores

ocultos en las frondas

y poblando la selva de rumores,

como un soplo genial sobre las turbas,

va su ala misteriosa,

trazando al paso gigantescas curvas,

a través de la selva silenciosa.

El solo es el vidente

en medio de la noche en la montaña;

y mientras todos duermen sumergidos

en las sombras tranquilas,

él camina alumbrado por la extraña

y dulce claridad de sus pupilas.

Posado en el ramaje,

sus dos ojos parecen las verdosas

pupilas temblorosas

de algún puma en acecho entre el boscaje,

y al emprender el vuelo,

semejan dos luciérnagas unidas

que en busca de su ruta

van cruzando atrevidas

la negra soledad del Nahuelbuta.

La selva lo conoce:

cuando sienten, al roce

de su vuelo, caer las hojas viejas

de lo alto del follaje,

aúllan temerosas las vulpejas

y los pumas erizan su pelaje.

Al entrar la primera

mirada de la aurora en la espesura

el buitre de la noche se apresura

a buscar el refugio que le espera;

y con su vuelo incierto,

tropezando en los troncos, atraviesa

por el bosque despierto.

Y cuando el sol derrama

por sobre la montaña agradecida

los ardientes efluvios de su llama,

el ave, la cabeza recogida

en su blanco plumón, sobre una rama

tiritando nerviosa, se estremece

en su baño de luz, y en la risueña

y bulliciosa selva, como antes

con el silencio y con la sombra sueña.

(1908 – Canciones de Arauco)

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En Patagonia
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