Fecha por confirmar

Escuchó el timbre cuando se aprestaba a descolgar el helecho de la galería.  Hacía años que nadie usaba la puerta principal y el sonido le causó una mezcla de desconcierto e irritación, pero por reflejo se apresuró a descender de la silla en que se había encaramado.  En lugar de caminar hacia la entrada se dirigió al mesón de la cocina para dejar el atomizador, limpiarse las manos con un trapo y comprobar que le quedaba suficiente tierra de hoja en el saquito.  Decidió obviar la puerta principal de todas formas, pues no quiso perder más tiempo buscando el manojo de llaves y tenía fundadas sospechas de que encontraría la cerradura trabada.  La puerta ya era una antigüedad al sacarla de la bodega de los tíos y nunca había sido restaurada, así es que con el tiempo simplemente había dejado de usarla para no tener que dar la inevitable batalla con el cerrojo.

 

Empujó la mampara de la galería y comenzó a rodear la casa sin apuro, mientras el timbre se repetía insistente en la cocina.  No esperaba a nadie y tenía la secreta esperanza de que el visitante se marchara al no tener respuesta, por lo que se concentró en la textura del pasto bajo sus pies y las arañitas que tejían incansables en las cadenas de las canaletas.  Al acercarse al portón lateral escuchó el rumor de un motor.  Descartó de inmediato a los evangélicos y al vendedor de libros -lastimero peatón de carrito plegable y una única corbata- y se le ocurrió que quizás fuera uno de esos motoqueros que pululaban por los pueblos del sur en sus ridículos trajes negros, siempre necesitados de provisiones o lugar donde instalar campamento.  Decidió que lo referiría a la amasandería, donde tenían un patio amplio y paciencia con los afuerinos. 

 

Al empujar la hoja de fierro se encontró con una nube tóxica y ruidosa y, al centro, en actitud marcial, a un hombrecito de cuerpo diminuto y escuálido coronado con un gran casco amarillo.  Al verla, el visitante se cuadró, extendió el brazo, depositó un papel sobre su mano y anunció con ojos brillantes:  ¡Telegrama!  Luego montó su flamante bicimoto y enfiló de vuelta hacia la oficina de correos en medio de una humareda.

 

¿Telegrama…?  ¿Todavía se mandan telegramas…? Ya nadie manda telegramas… -pensó confundida mientras cerraba el portón y devolvía sus pasos hasta la cocina.  Apretó el mensaje en la mano sin atreverse a abrirlo.  Sintió cómo los dedos se le pegoteaban húmedos alrededor del papel y extendió la palma para airearlos, pero no hizo ademán de desplegarlo.  Según su experiencia -que la situaba ineludiblemente en la generación en retirada, pensó sin rencor-, los telegramas servían principalmente para dar noticias funestas.  Recordaba, por ejemplo, a su tía avisando de la muerte del abuelo producto de una embolia o, más terrible aún, al consulado de Italia informándole el trágico fallecimiento de su hermano y su cuñada en las alturas del Gargano.  Estos dos eventos mayores de su pasado desataron una avalancha de recuerdos ingratos:  El aborto espontáneo de su nana Marita tras el viaje en tren a la Quiriquina; el desbarrancamiento del bus escolar cerca de la frontera que le costó meses de recuperación a su sobrino Pipe y lo dejó sin habla por casi dos años; el premio mayor de la Lotería ganado por don Román y la celebración en un tugurio en la calle de los zapateros que lo dejó con un riñón menos y ni rastros del dinero; el cáncer fulminante de su mejor amiga del colegio; el incendio de la cabaña del bosque y la desaparición de su caballo desde el establo en uno de sus viajes…  No sabía qué esperar de un telegrama.

 

Sin soltar el papel buscó un tazón y se sirvió café, le añadió la obligada dosis de azúcar morena y se acomodó en su silloncito.  Mientras bebía el primer sorbo miró por el gran ventanal de la galería y cayó en cuenta de que ya era medio día.  El sol se había abierto paso entre las nubes y amenazaba con inundarlo todo, pero todavía se podían ver algunos manchones grises sobre la montaña.  Se concentró en el sauce del fondo, las bandurrias recorriendo el prado todavía húmedo, los arbustos que sobrepasaban sin pudores los límites de los amplios maceteros de arcilla.  Por fin sintió que recuperaba algo de serenidad y decidió abrir el telegrama.  Lo que leyó la llevó directo del temor al desconcierto y, de ahí, a la incredulidad:  «Libre sous mot.  J’arrive par mer, date pour confirmer.  Fruits de mer, océan et neige. Et tu.»

 

Cuando el vendedor de libros apareció por el patio con su carrito y la misma corbata de siempre, la encontró muy quieta, con el tazón frío en una mano y el papel arrugado en la otra.

Acerca de primeralluvia

En Patagonia
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4 respuestas a Fecha por confirmar

  1. La sixième loi de mon univers : Mai est le mois de l’éternité.

  2. Agradézcote amistosamente STOP (tenías razón y se me había pasado ;)

  3. sur-une-plage dijo:

    Télégramme de confirmation:

    Un voyage d’étude est prévu à Santiago en MAI 2009.

  4. Leonardo dijo:

    De nuevo uno de tus relatos desconcertantes. El final enigmático «sous mot.» Podría llamarse «la anunciación». en todo caso hablas muy bien de la fama de los telegramas, esas cosas que desaparecen y que ahora deberíamos recuperar de los viejos cajones para mostrarle a las nuevas generaciones lo que era. Incluso me enseñaron en el colegio a escribir telegramas en ese lenguaje que ya anticipaba un poco al sms (sentímoslo mucho o llegamos dia 7). Cuando a mi abuelo le anunciaron la muerte de una cuñada quien había contribuído a su ruina en los años treinta, envió un telegrama a su hermano que decía «Dios la tenga a fuego lento». Ya ves cómo tu relato nos devuelve tantos recuerdos.
    (pequeña corrección: el acuerdo gramatical exigiría «hacía años», a propósito de la puerta)
    Saludote amistosamente

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